La muerte de un Quijote

Todo estallaba, la ciudad ardía y el corsario negro arremetía contra él. La lanza lo atravesó de lleno, y la sangre azul brotaba a borbotones. El dolor era tan profundo, que parecía sentir al universo dentro de sí haciéndose añicos; mas no era por el fuego de la ciudad que lo achicharraba; ni la lanza que le atravesaba; era por ver morir a Dulcinea allí, desvaneciéndose en un polvo de estrellas, a quien sólo supo y pudo despedir con lágrimas.

El fuego se apagaba, la sangre dejaba de brotar, y la herida se cerraba al mismo tiempo que los rascacielos recuperaban su brillo. El traje estaba impecable, sin sangre, sin manchas.

De alguna manera se dio cuenta que todo había vuelto a su lugar. Se palpó el pecho, sin rastro alguno de aquella mortal herida. Con alivio pasó su mano por la cara, sólo para notarla un tanto, extrañamente, mojada.