La mosca verde - Nicolás Olivari

Finalmente, entre los textos de la secundaria encontré este
cuento de terror que hace mucho buscaba, en mi opinión es
  fuerte, lease con cuidado y el estomago bien puesto.

Gracias al terrenito que nos dejó el padre, podemos
respirar satisfactoriamente. La casita nos costó barato, y al
fin, nos damos el gran lujo de habitar en casa propia. A mis
hermanas les disgusta un poco la proximidad de los Mataderos,
pero yo estoy acostumbrado. Tan encantado que siempre
llego tarde a la oficina. O construir el techo al gallinero, o
levantar los tomates con las cañas o hacer y deshacer el cerco
de púas del fondo. En fin, trabajo y estoy contento. ¡También!
Eso de vivir diez años en un departamento del quinto piso, sin
luz y sin aire y con un olor a humedad que hasta se infiltraba
en la ropa, acaba por cansar al más indiferente.

Ahora, en la casita, es otra cosa. El sol entra, abriéndose
paso él mismo hasta las camas y al anochecer, ¿qué felicidad
más grande existe que esta de tumbarse en el patio, cara a las
estrellas y escuchar el rumor de la dulce vaharada que nos
envía el jazmín del país?

A mis hermanas les disgusta. repito, la proximidad de
nuestra casa con los Mataderos, pero es por las moscas. Estoy
sonriendo. ¡Cómo les preocupan las moscas a estas mujeres!

No digo si fueran esas moscas oscuras del centro que lo eligen
a uno para divertirse y zumban obstinadamente sobre la nariz,
estaría bien. Pero son moscas éstas medio filosóficas y
apáticas, pesadas de la sangre que chupan en la playa de los
Mataderos, volando como si navegasen. Con un empaque de
señoras gruesas se posan en los muebles, revolotean
tardamente y se van escalando el primer rayo de sol. ¡Buen
viaje! Hasta me son simpáticas estas moscas que desprecian
la leche y lo dejan tranquilo al gato, que ni las ve.

Las mujeres son ridículas a veces. Estoy diciendo y
escribiendo esto de aburrido, nada más. Es que estoy solo en
la casa desde hace unos días. Mis hermanas se fueron a
Capilla del Señor, a casa de la otra hermana, la casada, que
está por tener familia. Yo estoy cuidando la casa. Y estoy tan
a gusto que aprovecho lo más tranquilo aquí, mis quince días
de vacaciones en lugar de haberme ido a Montevideo, como
lo hacía antes.

En el barrio no nos conocen aún. Digo barrio porque no sé
de otra palabra que sea más precisa, pero lo cierto es que la
casa más cercana es la de una familia irlandesa que nunca se
ve y que dista ciento cincuenta metros de aquí. Espero que
mis hermanas vengan pronto.

Por lo demás no tengo ningún temor de sentirme único en
la casa. Tengo mucho que hacer aún para pensar en esto.
Primero el palomar, después pintar las macetas del frente,
plantar un pañuelo de berros y ver el modo de empalmar un
caño para que el agua llegue hasta el gallinero.

Esta noche estaré tan cansado que dormiré como un tronco
sin que los ladridos de los perros me alteren un segundo.

También tengo otra distracción. Mi compañero de oficina,
el rubio Giménez, ese tipo medio loco que anda siempre
contando historias turbias de aparecidos y de brujerías, me ha
prestado dos libros que me recomendó calurosamente. Son
"El Horla", de Maupassant y "Cuentos de amor, de locura y
de muerte", de Horacio Quiroga. "El Horla' me apasionó,
debo confesarlo. Diablo. ¿Existirán en verdad, sueltos por el
mundo, esa clase de bichos? ¡No vaya a encontrarse uno con
un ejemplar…

Estoy leyendo “El Horla” con gran interés, pero la luz ya
me falta y en el fondo del crepúsculo la 1 una abre su amarillenta
quilla y surca en la gasa de las nubes indecisas su barca
melancólica.

¿Será la lectura de esta espantosa pesadilla de Maupassant
la que me ha hecho dar un susto? No, debe ser el frío de la
noche que avanza. Es ya mitad de Abril y las tardes comienzan
a estar frescas. La luna se está escondiendo en el horizonte,
ahora lleno de nubarrones que presagian lluvia.
Me voy al comedor a ver lo que hay para la noche.
Me detiene un zumbido seco y uniforme. ¡Ah! Las moscas.
Es raro de noche ... El zumbido me cerca ahora. Muevo el libro
al azar agitando el aire para ahuyentar la mosca impertinente.
Pero el zumbido penetra con violencia en mi oído izquierdo
y siento una viva comezón.

El índice, casi inconscientemente, se mueve en la oreja. El
tacto me dice que una mosca se ha entrado allí. ¡Qué asco ... !

Inclino violentamente la cabeza y siento el choque de una
barriguita en la palma de la mano, en la muñeca. La mosca ha
volado.

Indeciso un segundo, la busco en la sombra... j Vaya!
que mis hermanas tenían un poco de razón. Son molestos
de verdad esos confianzudos bichos verdes. Mañana, en
lugar de pintar el palomar, con el tejido de alambre que
me sobró del cajón que le hice, a la clueca, vaya tratar
de hacer una trampa para cazar esas endemoniadas
moscas. He visto una muy práctica. En el almacén.

La recuerdo perfectamente. Mientras estoy comiendo la
voy dibujando y mañana ... ¡Ah, las moscas, van a ver lo que
es bueno ... !

Me vaya dormir. Tardo en conciliar el sueño esta noche
y es raro. Siempre he tenido el sueño pronto, apenas me
acostaba ...

El tiempo que amenaza lluvia desde la tarde, por fin ha
descargado. Comienzan a caer gotas gruesas y planas que
pesan en el zinc del techo.

La lluvia, cayendo sobre la casa solitaria. lejos de toda
vecindad, produce en mi ánimo una impresión extraña.
Comienzo a tener miedo de esta soledad. ¿Si me ocurriera
algo? ¿Si me sintiera enfermo? .. ¡Bah! Preocupaciones
ridículas que aparto disponiéndome a leer "El Horla", de
Maupassant. Pero... ¿qué es este zumbido tenue en mi oído
izquierdo? Parecería como... como si todavía anduviera allí la
mosca. Pero, no. No puede ser. Introduzco el índice en mi
oreja y lo retiro húmedo. Observo a la luz de la vela... ¡ Es
sangre! ... Sin duda me he herido un poco con la uña cuando
quise expulsar la mosca.

No es nada. Apenas una rayita rojiza. de la que se filtra una
gotita de sangre. Mañana ya no tendré nada.
El zumbido persiste, pero ya no me incomoda. Me arrulla.
Me va amodorrando. Y el sueño me vence... Llueve y la
mosca verde... mañana... ¡ah! ...

Una larva, gruesa como un fideo hervido, blanducha y
blancuzca... Mi dedo la ha aplastado en la oscuridad, en el
borde de mi oreja... Son gusanos. ¡Gusanos! ... ¿Qué es esto,
gran Dios?.. ¿Qué tengo?

Vienen desde el fondo de mi oído izquierdo en caravana
interminable... Ejércitos de gusanos en el hervidero de mi
cráneo, hecho un queso podrido... ¡Ja. ja! ... Cardumen de
larvas saliendo de mi oreja como una cinta blanda, dentífrica,
al apretarse el pomo que la contiene ...
¡La mosca verde! ¿La mosca verde?

Ha dejado su bolsa de larvas en el fondo de mi oído. Estaba
enloquecida buscando donde aquerenciarse con sus huevos y
encontró mi oreja… Ahora recuerdo ... ¿Cuándo fue? ... Están
trepando, trepando… Rascan y se arrastran trepidando en el
tímpano. Lo están doblegando con su peso.

La herida superficial que me hice con la uña es ahora una
llaga viva, una repugnante llaga viva. Está llena de bichitos
gruesos y torpes que se agitan como pequeñas víboras. Y
comen eso... ¡Siento que están comiendo la pulpa de mi
herida!

¡Ja, ja! Estoy lleno de larvas como una carroña. Tengo en
la cabeza un hervidero de larvas ... Tapo las fosas nasales con
los dedos. ¡No vayan a salir por ahí! Cierro mi otro oído con
algodón. ¡No vayan a salir por ahí! ¿Qué hago? ¿Enloquezco?
Enloquezco de asco y de miedo. ¿Dónde voy? Estoy solo.
Llueve afuera. A ver... un poco de calma. Un poco de...
¡Diablo, cómo van saliendo las larvas de mi oído! Me corren
por la cara, me inundan las manos... ¡Ah, cómo las aplasto!
¡Cómo las despanzurro!... Tengo las manos llenas de larvas
muertas. Y,sin embargo cuántas hay todavía ... ¡Huiii!

¿Vamos a mirarlas? Con un espejo de mano me veo el fondo del oído...
Hay una masa gelatinosa y blancuzca que se agita.

Con una horquilla de pelo de mis hermanas, improviso una
pinza. Remuevo aquello... Las voy sacando una a una y las
tiro en la palangana, en cuya agua se agitan desesperadamente...
Son las tres de la mañana y tengo un ejército de larvas
muertas ya, pero ... ¡cuántas, cuántas hay todavía en el fon-
do de mi oído! Están comiéndose la carne de la herida,
en la que han ahondado hasta el pozo...

Sufro... sufro... El zumbido me aturde hasta el sopor. Mi
brazo no puede más. No tengo ya fuerzas para seguir matando
larvas. Y cada vez más grandes, más gordas, más pesadas ...
Me abandono y espero la mañana. En cuanto claree me
allegaré a la farmacia de la plaza para que me den un tópico.
Hay que matar a estos gusanos. Inmundas moscas sin alas
todavía.. Pero mañana construiré sin falta la trampa para
cazarlas...

Me he sentido llorar de rabia, de espanto, de desesperación ...
Entre mis lágrimas ruedan las larvas como fideos en un
caldo...

¡Qué larga la noche! ¡Qué larga! Y las larvas incansables
taladran mi cráneo, burbujean en mi mente, se agitan y
tiemblan... Y yo tiemblo y me agito. Sacudo la cabeza. la
hundo en las almohadas... ¿Quiero matar las larvas? ¿Pero.
cómo, cómo? Huir, huir. .. ¿Adónde? ¡Ah, huir del ejército
blanco y blando! ... Del ejército que se está desflecando desde
el cráneo por mi cara y por mis brazos hasta mis manos
empapadas en gelatina viscosa. Salen como un hilo grueso
por la puerta del oído, devanando el carretel de la cría que está
allá en el fondo, contra el tímpano que vibra y me hace sufrir
tanto ... ¿Es El Horla? ¡ Es El Horla!

¡ Como sufro, gran Dios! ... ¡No puedo más! ... Mañana...
¡Ah, mañana!

A la mañana siguiente el lechero, acostumbrado a despertar
al solitario inquilino de la casita en Mataderos, lo encontró
muerto. Se había despedazado la cabeza contra las paredes de
su cuarto.

Nicolás Olivari